martes, 1 de abril de 2014

Expedición al Río de la Plata - Lancelot Holland


                                                              Eudeba - 1976
                            155 pág


Lancelot Holland fue un coronel del ejército británico que participó de la fracasada Segunda invasión inglesa al Río de la Plata. Aunque no destacó en su carrera, sus memorias de la campaña son una importante fuente histórica del conflicto.

Observaciones de un derrotado

Los ingleses tomaron cruentamente a Santo Domingo, esa iglesia erguida en la esquina de las actuales calles Defensa y Belgrano. Pero el ataque fue precedido de errores casi irracionales. Apenas las tropas se apostaron en las terrazas y el campanario, comenzó el asedio con estampidas de la metralla de los defensores de Buenos Aires. A la vez llegaba la artillería, ya innecesaria en otros frentes. Las nuevas bocas de fuego apuntaron al templo -entonces con una sola torre, la del Este- y lo transformaron en un infierno. Hasta minutos antes, los que acababan de asaltarlo se ilusionaban con que ya había pasado lo peor y que podrían avanzar hacia el Fuerte. Pero la situación los desbordó. Perdidos por perdidos, se arriesgaron a atacar. Salieron a vender cara su derrota. El resultado no podía ser otro: "Los soldados de las dos primeras filas cayeron mortalmente heridos". Entonces la alta oficialidad -que ya se había negado a una intimación para rendirse- decidió entregarse.
El general Elío llegó para acordar las condiciones con el vencido general de brigada Robert Craufurd, cuyos hombres enfrentaron el momento más dramático de la expedición, aun cuando faltaban dos días para la rendición total que iba a rubricar el teniente general John Whitelocke.
La chusma de piel morena
Según una crónica, cuando Craufurd salió del templo "se encontró con un individuo mal trazado que dijo ser el general Illio (sic) y a quien rodeaba una turba chillona, vociferante y además armada (...) Se nos ordenó salir desarmados. Fue un momento amargo para todos nosotros. Los soldados tenían los ojos llenos de lágrimas. Se nos hizo marchar a través de la ciudad hasta el Fuerte (...) y de la chusma que nos había vencido. Eran individuos de piel muy morena, cubiertos de harapos, armados con mosquetes largos y algunos con espadas. No había el menor asomo de orden ni uniformidad entre ellos". Otra escena -pintada por el mismo cronista- transcurrió dos días después apenas despuntó el 7 de julio de 1807 en el propio Fuerte de Buenos Aires, adonde llevaron a los prisioneros más importantes entre los oficiales ingleses. La Segunda Invasión estaba a punto de concluir.
Para entonces, según el relato de esas memorias ( Expedición al Río de la Plata ) del teniente coronel inglés Lancelot Holland, el "capitán Carroll (William), un despierto irlandés del (regimiento) 88º que habla español y que gracias a eso había entrado en confianza con los españoles, al verme sucio e incómodo se ofreció para procurarme una camisa limpia y una navaja; el ofrecimiento no era de despreciar, así que lo seguí sin saber adónde me llevaba... y para mi asombro, me encontré de pronto en una habitación donde Liniers acababa de levantarse y estaba vistiéndose. Muy fresco -continúa Holland- le explicó la razón por la cual me había conducido allí; de inmediato fue Liniers a conseguirme navaja, camisa (y otros elementos) y hasta media hora después estaba buscándome un cepillo de dientes nuevo". Esas "invasiones en camiseta", como se hubiera titulado en el idioma porteño de los años cuarenta y cincuenta, constituyen las bambalinas de rédito sabroso, y quizás el costado anecdótico idóneo para el uso de entrenados guías urbanos de un turismo cultural aún en pañales.
El vigoroso acopio de testimonios contemporáneos a las dos invasiones -el próximo domingo se cumplen 196 años de la primera derrota inglesa en Buenos Aires- tiene abundancia de datos curiosos, como por ejemplo los que aportó Alejandro Gillespie, oficial jefe de prisioneros rioplatenses durante la ocupación de la Primera Invasión o los del propio Holland, sobre la Segunda. El primero narró el descubrimiento de los túneles que construían los vecinos para volar el lugar ocupado por tropas del general Carr Beresford, o la impericia de los oficiales británicos que tomaron un polvorín y, creyéndolo anulado, volaron junto al asado que pensaban saborear en las cercanías. El mismo oficial y otros documentos relatan el horrible asesinato en Capilla del Señor del internado prisionero capitán Ogilvie. Según el porteño indagador Carlos Roberts, que fue el mejor compilador de buena parte de los testimonios de las invasiones, el crimen fue aludido en cartas del 5 y 7 de diciembre de 1806 de Liniers a Beresford, preso en Luján. En ellas el virrey interino prometía poner al frente de la investigación (que también indagaría sobre un atentado contra el odiado teniente coronel Denis Pack) al comandante de fronteras Antonio Olavaría. Seguramente era el mismo Olavaría que custodiaría, con un capitán Martínez, el traslado de internación hacia Catamarca de Beresford y Pack, sorpresivamente interrumpido. Cerca de Arrecifes, quienes supuestamente vigilaban a los generales ingleses cederían esos prisioneros a Saturnino Rodríguez Peña, pariente de ambos custodios. Peña y su acompañante Manuel Aniceto Padilla intervienen en ese confuso episodio de fuga en que llevarán secretamente a sus prisioneros hasta Montevideo
Lealtades en fuga
Mucho antes, Pack y Beresford, precisamente, habían protagonizado aquella marcha forzada hasta la quinta de Perdriel (propiedad del padre de Manuel Belgrano) en plena madrugada del 1º de agosto de 1806 -curiosamente guiados por el alcalde Francisco González- al frente de 500 hombres del famoso regimiento 71, nada menos, más 6 piezas de artillería. Decidieron hacer 25 kilómetros en penumbras apenas se enteraron de que allí se atrincheraban las tropas paisanas reclutadas por un muy conocido de ellos: Juan Martín de Pueyrredón.
No eran tiempos de firmes lealtades. Necesitaron apenas 20 minutos para dispersar las defensas y tomar algunos prisioneros. Entre ellos encontraron a un desertor del 71, alemán católico que había sido tomado prisionero en el Cabo. Lo fusilaron el 9 de agosto en Buenos Aires frente a una formación de compañeros del 71 y asistido por el obispo Lué y Rueda, por entonces interlocutor en largas tertulias con Beresford.
El cronista y teniente coronel Lancelot Holland fue tratado con desdén por el historiador Roberts. Le endilgó la omisión que hizo de un párrafo de órdenes mal transcriptas al general Craufurd -en parte causa del revés que sufrirían sus tropas-, pero su crónica de los sucesos de 1807 tiene detalles memorables que vale rescatar.
Aunque llamó catedral a lo que es Santo Domingo, descifró más acertadamente el porqué de la decisión de tomar ese bastión luego de encontrarse en plena calle con Denis Pack en repliegue hacia la Residencia (hoy manzana de la iglesia de San Telmo). Venía de un verdadero desastre y el "propio Pack tenía cinco impactos en el uniforme, dos de los cuales lo habían herido levemente. Había perdido gran número de oficiales y tropa entre muertos y heridos". Le cambiaron el rumbo a Pack y marcharon a Santo Domingo. "Abrimos las puertas a cañonazos -continúa Holland- y apostamos a nuestros fusileros en la parte superior del edificio (...) y encontramos el pabellón del 71º que Pack se alegró muchísimo de recuperar" (bandera tomada por los oficiales de Liniers durante la Primera Invasión). Encontraron "monjes y frailes muy asustados, dos malheridos y uno había perdido un brazo."
La patética crónica de Holland sobre la Segunda Invasión ya fue evocada en tramos por La nacion en el invierno de 1937, y también por el Buenos Aires Herald, aun antes, según Andrew Graham-Yoll, que preludió el poco localizable libro que Eudeba editó gracias a Felipe Holland, tataranieto del teniente coronel narrador. Esa breve edición vio la luz pocos días antes de la irrupción del llamado Proceso (marzo de 1976), mientras que el manuscrito original había rendido, 22 años antes, una pocas libras esterlinas en un remate de la firma Sotheby´s de Londres. 

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